Inti ha tenido una nueva pesadilla, ya no es más la gota de agua suspendida en la canilla del lavadero, ni el paseo nocturno debajo de las parras de la casona rosada en la que siempre acababa por orinarse.
—Lela, no guardes todo, nomás lo necesario, y la tele—. Corren por la casa, llevando de un lado a otro las cosas. La Lela interrumpe con su gigantesco cuerpo los preparativos para la evacuación. Ensaya una puteada a uno de sus nietos -a Marcos- y sale al patio. Requisa con su habitual cara de perro los objetos que dejará: el lavarropas de tambor, los incontables helechos esparcidos en los incontables tachos de helado, los sillones de hierro que jamás se usan pero que tanta tristeza le dan dejar... las máquinas de la panadería, el soporte del loro... Observa a Gipsy y recuerda a todas las generaciones de gipsis, todos tan negritos y peludos, todos tan propensos a morir bajo un auto. Los ve naciendo como ratitas, sus primeros ladridos, y casi de inmediato se esfuman; ¡y ahí está el quinto!, perdió la gracia de los cachorros, es cierto, pero aún se conserva joven, aún no empieza con las persecuciones suicidas de autos y camiones, bueno, quizás nunca lo haga, quizás nunca en el circulo traicionero de la plaza Belgrano. Rodrigo atribuye las muertes prematuras de los perros al circulo y a la idiotez de los perros de seguir la línea recta tangencial al punto de partida, con la agravante de correr por el lado de la calle más próximo al centro de la plaza (la cabeza desnarigada del busto de Manuel Belgrano) haciendo casi inevitable el cruce de las trayectorias. La Lela saca el loro del soporte metálico y lo posa en su hombro.
Los inquilinos del pasillo ya cargaron sus pocas cosas en su Renault 12 blanco, la casa no les importa, y en cierto modo están felices: nunca les agradó esa tapera, nunca les agradaron los vecinos. Antes de irse, Edgardo agujerea a picazos la tapia que los separa de los Gómez, pero no tarda en aburrirse, entonces se trepa él, su señora y los chicos al auto, a Román, último en subir, le ensarta una inexplicable cachetada.
Inquilinos —murmura la Lela— nunca van a ser como uno que es propietario... Mientras despide a los vecinos se acuerda de una llave inglesa y de dos envases de coca cola que jamás recuperará.
En la casa de la Carlota no se ve movimiento. En la rosada ya no hay nadie, fueron los primeros en huir. Los Funes dicen que se van a quedar a ver que pasa, pero ya están preparados y seguramente cambien de parecer.
Inti hace rato dejó de soñar con el balde de albañil y la gota; Carlota, su madre, recuerda que en su infancia tenía el mismo sueño pero con un balde anaranjado de plástico, y percibe (aunque no comprenda) la naturaleza de la pesadilla, el terror inmenso que causa a los seres humanos esa postal hogareña, ese universo estático siempre a punto de estallar en algo inimaginable.
Despierta hace muchas noches del mismo modo: se para de golpe en la cama y después de un largo rato en quietud se tira violentamente hacia atrás y gira hasta que lo detiene la pared o el ropero, entonces llora a lo loco y tarda en volver en sí. Carlota no pudo entender esta última pesadilla, aún la de la casa rosada le era comprensible: El chico quizás se acuesta sin ir al baño y después a la noche sueña que visita la casa rosada, ¿y en semejante casa qué va a hacer? Mear... y después el pobre, la vergüenza, y eso que yo me hago la que no veo y le cambio las sábanas... La Lela me dijo que es por el padre, qué sé yo, nunca me habló el nene de caballos, si fuera por eso Inti me hablaría de caballos y de cabezas ensangrentadas, porque siempre me cuenta lo que sueña, mientras lo llevo a la cama grande, mientras sigue todo moqueado, Dios lo mandó a ser testigo de eso también... a veces pienso que es parte mi culpa, que debería dormir en la cama grande, pero después se me va a hacer mariconcito, y eso es todavía peor ¿no? Si vieran, cómo rueda, lo he visto noche tras noche, se para y de repente, no quiero exagerar, es como si algo lo tironeara muy fuerte, después despierta asfixiado en llanto, contra el ropero, a veces de cabeza, si es que no está la puerta abierta, porque entonces tengo que sacarlo de una montaña de ropas, con las rodillas llenas de moretones y raspaduras...
Anita atraviesa el patio con la balanza en la mano, como una justicia tercermundista, fofa; atrás va rengueando su esposo, pálido, arqueado de pie a cabeza. Indignados como todos los de la “clase propietaria”. Los chicos Funes los ven desde la otra punta de la plaza, distorsionados por el entretejido de los paraísos; el viejo por fin saliendo de la cueva, el viejo que todos creían inexistente ahí está, y con fuerzas suficientes para treparse al Valiant y conducir. La vieja Anita no saluda a ningún vecino, da media vuelta a la plaza con la mirada fija en el vidrio, hasta que sale por la colonia de vacaciones de los canillitas. Ahí empieza con sus blasfemias. Carlos hace un gesto mortuorio, tras el cual Anita vuelve al silencio y a la contemplación resignada del parabrisas.
Ayer a la madrugada me habló de una sombra y de una pared, o creo que dijo muro, la sombra no hacía nada, pero era un hombre, entonces seguro haría algo malo, bueno, eso fue textual lo que dijo, después repitió más o menos lo mismo. Le pregunté qué hacía ese hombre, una no sabe si hace bien en preguntar o si la empeora, me dijo que era una sombra, que no hacía nada o que acomodaba algo, pero nada importante. Que estaba trepada contra el muro...
Carlota llena la valija marrón, muchas de las cosas que guarda no tienen valor, son piedras y artesanías de alambre. Se pone a llorar, no porque deba irse (ella pertenece al grupo, esta vez afortunado, de los inquilinos) sino porque se acuerda de su marido, de la absurda forma en que murió pateado por un caballo, y porque había hecho buenos amigos, sobre todo los Gómez, y porque todo era tan repentino...
Los Gómez también partieron, todos, los ocho, en la Fiorino beige. La Lela antes de llegar al vado sacó la grasienta libreta de los fiados y, previa salivación del digito índice, le echó una melancólica hojeada, que acabó con una sucesión furiosa de insultos. Después de pasar el puente se detuvo, y en silencio la Fiorino regresó a la plaza. Nadie preguntó la razón.
Los Funes, al ver el éxodo, dejaron su absurda obstinación y marcharon, pero sin llevar más que sus cuerpos, porque no creían mucho en las crónicas, y pensaban volver cuanto antes, temían una repentina ola de asaltos en las calles, temían llegar a una casa desvalijada mucho más que a llegar y no encontrar siquiera la casa. Lo último, la catástrofe colectiva, les parecía más aceptable.
...después corre, desaparece la sombra en la montaña, y sobre el muro no hay nada, pero hay algo, como el balde que te conté, pero no sé, en verdad que no hay nada, mamá, no te enojes conmigo, quiero, pero no puedo moverme, estoy quieto, mamá, y en el muro hay como una canilla que gotea, pero no puedo verla, ni a la canilla ni al balde, no los veo, no sé por qué pienso que están, ¿me creés? ¿me creés? ¿Cómo no te voy a creer, tonto? A ver, acostáte, dormí esta noche en la cama con mami, y tranquilizate, hijo...
Inti ve a su mamá guardando las últimas cosas. Sale al patio y camina hacia los cañaverales. Está nublado y hace mucho calor. Inti está entre las cañas y observa el fondo de su casa. Carlota sale y mira hacia las cañas sin verlo, se frota la cara y vuelve a entrar, pero en un instante sale a los gritos, ¡Inti!¡Inti! ¡Adónde estás!. Inti se esconde en un tacho oxidado. Carlota lo busca en el cañaveral, después vuelve corriendo a la casa. Inti observa por un hueco. La Carlota vuelve a salir, pero esta vez alguien la acompaña, es un hombre, el Pepe Gómez.
La Carlota grita y estira la mano hacia el fondo, pero Pepe la agarra y se la lleva a la fuerza.
Inti sale del tacho. Escucha la camioneta alejándose a toda prisa. Después todo se calma. Inti escucha el ronroneo del arroyo.
Las botitas azules de goma no tardan en llenarse de agua. Inti sonríe. Observa los sauces llorones, que forman una cúpula a lo largo del arroyo, y los árboles de moras, a los que luego piensa trepar, apoya las palmas de sus manos en el agua.
Una bandada de pájaros huye de su nido, los sapos cantan desde el cañaveral, Inti sonríe. Siente el progresivo aumento del viento en su piel.
Por la calle de tierra que bordea el arroyo pasa un auto y frena al verlo, siendo tapado por la propia nube de su paso, baja un gordo, policía o bombero, y le grita sin atreverse a alejarse de la puerta. Inti no lo escucha o, mejor dicho, no lo entiende, se entretiene con una mariposa tigrácea que lo circunda, el gordo titubea, sacude histérico su cabeza, pero al final se decide: vuelve a subir al auto y acelera.
Arriba, después de la cúpula de sauces, se adivina una nube más oscura que las otras en la misma dirección de las aguas, cubriendo las nubes blancas; caen algunas gotas, no muchas, pero grandes y frías; el agua que ya llega a la altura de su panza también se obscurece poco a poco, se turbia de barro y hojas secas. Inti, no obstante, se queda perfectamente quieto, aún cuando el agua le llega al cuello, cuando la lluvia se ha vuelto torrencial, cuando las ramas y los trozos de telgopor que pasan a su lado son demasiado reales, aun cuando escucha a lo lejos un crujido, un crujido grave, de algo quizás gigantesco, como una tropilla de miles de caballos desbarrancados unos contra otros, una ola gigante de agua sucia, de carne y pezuñas y sangre y ramas, arremolinándose en una lentitud desesperante, en la que todo parece ir a velocidades paradójicamente elevadas, como si en la misma escena hubieran tiempos independientes: un ruido infernal que se entrecorta, una mariposa color tigre dando vueltas en circulo como si absolutamente nada pasara.