domingo, 31 de julio de 2011

Natalia, Emilio Moyano

A)

La puerta del baño se abrió. Natalia entró rápidamente, la volvió a cerrar, y le puso el pasador. Era un cuarto pequeño con cerámicos y sanitarios de color blanco. En una de las paredes, en lo alto, había una ventana por donde penetraba el resplandor de noviembre. Natalia se afirmó en los bordes del lavabo. Las gotas de sangre que caían de su nariz fueron cambiando de tamaño sobre la superficie de la porcelana hasta componer una mancha heterogénea. Dejó correr el agua, juntó las manos bajo el grifo, en forma de cuenco, y hundió allí su rostro. Cuando se miró después en el espejo, le costó comprender lo que estaba viendo; el pelo revuelto, los arañazos atravesándole el rostro, el tabique inflamado, la herida en los labios. Luego empezaron a oírse los gritos de Damián que lloraba, la insultaba y golpeaba la puerta del baño con desesperación. Abríme, decía, me estoy muriendo de calor… La puta que te parió, Natalia, abríme. Ella no le respondió. Sacó un puñado de algodón del botiquín, armó una especie de tampón y se lo puso en una de las fosas de la nariz.

Afuera se oían en un tono más bajo los llantos del bebé y el sonido del informativo en la televisión, sobre todo cuando Damián dejaba de gritar y golpear la puerta. Natalia, sin embargo, parecía abstraída, fuera del mundo y sus asonancias, inmersa en un abismo de intimidad. Así se mantuvo hasta que los reclamos se fueron apagando, los golpes en la madera de la puerta se convirtieron en ligeros rasguños y la voz se fue quedando sin aire. Entonces quitó el pasador y abrió la puerta. La mitad del cuerpo de Damián cayó sobre sus pies. Lo esquivó con cierta repugnancia tratando de no pisar en el charco de sangre que lo rodeaba, y se fue hacia al dormitorio. Allí todo estaba tal cual lo habían dejado al levantarse por la mañana, la cama destendida y la ropa tirada en el piso. Levantó de la cómoda unos lentes oscuros, luego buscó el monedero en la cocina, el cochecito con el bebé y salió en dirección de la calle.

Un vecino estaba parado junto a la verja. Escuché ruidos, dijo el hombre cubriéndose del sol con la palma de la mano. Ella bajó la vista como si nadie le hubiera hablado, apoyó uno de sus brazos en el coche del bebé y se puso a separar las llaves del manojo. ¿Pasó algo, nena?, agregó. Natalia no le respondió. Las palabras estaban al otro lado de la existencia, en un planeta oscuro y desconocido, la mandíbula le temblaba, de manera involuntaria, pero no podía decir nada. Entonces trató de apurarse, intentó acertar la llave en la cerradura. No le resultaba fácil. En ese mismo momento fue que la luz de la sirena se proyectó en los marcos de la puerta. A pesar del resplandor y la fluorescencia de la siesta, ella pudo distinguir –perfectamente– el brillo entre azul y celeste de la sirena.

B)

Natalia permanecía en una esquina de la sala sentada en el piso. Tenía un guardapolvo gris oscuro, el pelo corto al estilo de un varón y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás con las manos entrelazadas sobre sus rodillas y la cabeza inclinada. Los cuatro oficiales se precipitaron sobre ella, la hicieron poner de pie; uno de ellos le amordazó la boca con varias vueltas de cinta de embalar y luego la llevaron –sin que ofreciera resistencia– hacia el galpón donde se guardaban los trastos y las herramientas.

En el interior había unos cuantos oficiales más y un niño de unos diez o doce años. Aunque su estatura apenas sobrepasaba el alto de la mesa, se comportaba como un mayor. Tenía el pelo engominado y estaba vestido con una camisa a rayas, un pantalón de gabardina azul, y zapatos negros acharolados. Desde cierta perspectiva, su imagen resultaba ridícula. La culata de un revólver le asomaba de la cintura, estaba encajada entre su estómago y la pretina del pantalón. Apenas Natalia pasó por su lado, el pequeño se quitó los anteojos de sol que llevaba puesto, y la siguió con la mirada dedicándole un extraño gesto de frialdad.

Los oficiales la empujaron contra el rincón, cerca de los caballetes y el tablón de madera donde estaba la cortadora de fiambres, una máquina bastante vieja, de ésas a manija, de color roja. Deberían sacarle la cinta, dijo el niño, así no va a poder decirnos adónde están los otros. Los oficiales prosiguieron con su trabajo, sin responder, y comenzaron a girar el disco de la cuchilla, que aunque estaba un poco oxidado funcionaba a la perfección. No tiene sentido, le contestó el oficial que parecía ser el de mayor importancia, en estos momentos siempre dicen cualquier cosa, no nos va a servir… Natalia ensayó algunos movimientos en el afán de quitarse aquellos hombres de encima, pero no fueron más que simples reflejos, luego dejó que le acercaran lentamente su mano a la cuchilla. Además, continuó el oficial, lo que importa es el símbolo, jefe, nada más. Después miró a sus compañeros, que mantenían aferrados con firmeza los dedos de la prisionera, y les hizo una señal con la frente. Una extraña señal con la frente, una muestra inmaterial de lo que estaba por suceder.

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