domingo, 9 de octubre de 2011

Lluvia ácida, por Verónica Sacur Ysaya

Se empapelaba la habitación de grandes bostezos que se abrían hacia una oscura campanilla rojiza. Agargantada. Muda.
Sórdidos pasos vacíos, falsos, que nunca llegarían, se escuchaban venir desde un abajo muy adentro.
Suave, pequeño, como el engaño, se infiltra el aire por una rendija también de luz, también de puerta a medio camino, también de sinsentido.
Ella, la chica de los días de lluvia, que llora por las orejas mientras duerme, que tiene las manos sigilosas bajo la almohada con el pecho aplastado, arrugando las sabanas, se da vuelta para ver-me, para ver-se.
Me comienzo a sentir liviana, como flotando, como pegándome al bajo techo con manchas de humedad; se siente frío. Y como queriendo volver a mí, estiro los brazos, pero sólo me responde su espalda. La chica de los cabellos lacios duerme apacible, la chica de los días de lluvia se levanta y prende un cigarro, me sopla el humo, que empieza a presionarme los brazos, las piernas, las manos, la cabeza; ya estoy totalmente pegada al techo, inmóvil, queriendo gritar, aturdida por el humo y los bostezos y los pasos.
 Palpo el seno izquierdo, para sentir un latido y no… palpo el cuello alto, y no.
El cigarro se consume y bajo, me desinflo, alejándome rápido, muy rápido de aquella habitación. Termino pequeña, sin senos, sin cuellos, sin corazón.
Quiero volver a ver a la chica de los días lluviosos y la de los lacios cabellos y no encuentro el regreso, no hay más que pastos secos y árboles caídos; no las encuentro, no me encuentro, no logro volver a unirme, volver a verme.

Sobresalto, me toco la teta izquierda, y sí. El cuello, y sí. Pero me lloran los oídos, me llueven los poros.

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