miércoles, 31 de agosto de 2011

Firmamento, Vanesa Juliá




Siempre le gustó pensar que las estrellas eran una cantidad infinita de ojos que se asomaban por el balcón de la eternidad a observar las desventuras humanas. Una infinidad de ojos que emanaban brillantes.
            Los días en que vivir le costaba algo más que vida, subía a la azotea de su departamento a observar el infinito. Desde allí, alcanzaba a ver la ventana que daba a la habitación de Carlos. Él vivía con su madre; al igual que ella.
Hacía dos años que se habían mudado a la casa en frente a su departamento, y todavía no había olvidado el día que se habían cruzado por primera vez, en la vereda. Ella le había dedicado una penetrante mirada a la que él había respondido bajando la vista y apretando el paso. Esa actitud huidiza, tímida y esquiva le había divertido mucho, haciéndola sentir poderosa, dominante e inhibidora. Los sucesivos y posteriores encuentros, casuales o premeditados por ella, no habían logrado cambiar esa conducta. Aún hoy, con las tantas noches que ya habían compartido juntos, esa impalpable pero impenetrable barrera seguía existiendo.
            Constantemente le molestaba su servilismo y debilidad, su poca iniciativa y carácter sometido. Pero la embriagaba y la divertía la omnipotencia que ejercía sobre él. Siempre había intuido que su sojuzgamiento la beneficiaría en algún momento de su vida. Y hoy, esa intuición había tomado cuerpo y forma.
            Miró hacia la ventana que daba a la habitación de Carlos: un oscuro y macabro hueco en la pared. No había luces encendidas en el cuarto, ni siluetas humanas recortándose contra la claridad esperando un mensaje de texto que solicitara su presencia. No.
             Recordó a la madre de Carlos. La imaginó llorosa, alterada y preocupada por la ausencia de su hijo. Recordó el odio y la repulsión que sentía por ella. Por la bastarda que osaba posar sus sucias manos en el cuerpo puro y santo de su hijo. Carlos no tenía padre; al igual que ella. Pero habían sido otros los avatares de la vida que lo habían dejado sin: había muerto de una enfermedad terminal cuando él era chico. Al padre de ella, sin embargo, nunca lo había conocido ni lo conocería.
Por diecisiete años sólo habían sido su madre y ella. Su madre que la protegía, que la educaba, que la regañaba, que la sermoneaba, que la mimaba, que la acariciaba, que le enseñaba lo que era ser mujer y lo que significaba serlo en un mundo de hombres. Le había enseñado que sólo la solidaridad entre mujeres la salvaría en los momentos más difíciles. Le había hecho sentir lo que ningún hombre en el planeta le haría sentir, porque eran incapaces de preocuparse por otros seres que no fueran ellos mismos.
Y ahora…bueno, ahora todo volvería a ser como antes. Su madre volvería a protegerla, educarla, regañarla, sermonearla, mimarla, acariciarla. Volverían las noches en que, silenciosamente, se metería en su cama, la abrazaría fuerte y, susurrándole milenarios consejos que muy pocos escuchaban y nadie ponía en práctica, aliviaría sus pesares. Y así, volvería su mundo de mujeres desvergonzadas y de labios rojos carmesí; mujeres que entraban y salían de su casa como si fueran sus propietarias; mujeres que se declaraban sus tías, hermanas, abuelas, hijas, primas sin que la sangre las hermanara; mujeres que habían sido alejadas por la presencia de aquel que despreciaba; aquel que le había robado su mundo y ahora yacía en la cama del cuarto de su madre inmóvil e inerte.
            Prendió un cigarrillo, alzó la mirada al firmamento y respiró profundo. Carlos ya debería estar en el colectivo rumbo al norte del país. A veces, ese pobre ser le inspiraba una compasión profunda. Pero sólo a veces. La entrega y la ingenuidad con la que él pensaba que la amaba, el acatamiento total de sus caprichos. Ella presentía que eran formas de vengarse de la mujer que lo asfixiaba y  lo consumía: su madre.
            Le había dicho que después que todo se calmara, después que su madre llorara lo que tenía que llorar, iría a encontrarse con él al lugar donde la estuviera esperando. Y si, luego de tanto esperarla en vano, descubría que había sido todo un engaño, que el tipo que salía con su madre nunca había abusado de ella como le había dicho, que nunca había tenido la intensión de ir tras sus pasos para vivir libremente el amor que se profesaban, que lo había inducido a ser un prófugo de la justicia toda su vida; si eso sucedía y volvía a acusarla, a señalarla con el dedo, sería su palabra contra la de ella.
            Ahora debía bajar y empezar el teatro. Debía llamar a su madre, para decirle que algo grave había sucedido mientras ambas estaban trabajando, que Eugenio no despertaba, que faltaban cosas en la casa, que la ventana que daba al baldío había sido violentada, que no sabía que hacer, que tenía miedo, que quería volver a ser niña, que quería que vuelvan lo días en que las carcajadas de Elba eran su reloj despertador, los días en que la sonrisa de Carla la esperaba a la salida de la escuela porque ella trabajaba y no podía ir a buscarla, las noches en que ella, su madre, compartía sus sábanas, sus sueños y sus tormentos.
            Miró por última vez las estrellas. Hubiera querido ser una de ellas.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario