domingo, 9 de octubre de 2011

Lluvia ácida, por Verónica Sacur Ysaya

Se empapelaba la habitación de grandes bostezos que se abrían hacia una oscura campanilla rojiza. Agargantada. Muda.
Sórdidos pasos vacíos, falsos, que nunca llegarían, se escuchaban venir desde un abajo muy adentro.
Suave, pequeño, como el engaño, se infiltra el aire por una rendija también de luz, también de puerta a medio camino, también de sinsentido.
Ella, la chica de los días de lluvia, que llora por las orejas mientras duerme, que tiene las manos sigilosas bajo la almohada con el pecho aplastado, arrugando las sabanas, se da vuelta para ver-me, para ver-se.
Me comienzo a sentir liviana, como flotando, como pegándome al bajo techo con manchas de humedad; se siente frío. Y como queriendo volver a mí, estiro los brazos, pero sólo me responde su espalda. La chica de los cabellos lacios duerme apacible, la chica de los días de lluvia se levanta y prende un cigarro, me sopla el humo, que empieza a presionarme los brazos, las piernas, las manos, la cabeza; ya estoy totalmente pegada al techo, inmóvil, queriendo gritar, aturdida por el humo y los bostezos y los pasos.
 Palpo el seno izquierdo, para sentir un latido y no… palpo el cuello alto, y no.
El cigarro se consume y bajo, me desinflo, alejándome rápido, muy rápido de aquella habitación. Termino pequeña, sin senos, sin cuellos, sin corazón.
Quiero volver a ver a la chica de los días lluviosos y la de los lacios cabellos y no encuentro el regreso, no hay más que pastos secos y árboles caídos; no las encuentro, no me encuentro, no logro volver a unirme, volver a verme.

Sobresalto, me toco la teta izquierda, y sí. El cuello, y sí. Pero me lloran los oídos, me llueven los poros.

domingo, 2 de octubre de 2011

Inti ha tenido una nueva pesadilla, por Tomás Idao Gesel

 
   Inti ha tenido una nueva pesadilla, ya no es más la gota de agua suspendida en la canilla del lavadero, ni el paseo nocturno debajo de las parras de la casona rosada en la que siempre acababa por orinarse.

—Lela, no guardes todo, nomás lo necesario, y la tele—. Corren por la casa, llevando de un lado a otro las cosas. La Lela interrumpe con su gigantesco cuerpo los preparativos para la evacuación. Ensaya una puteada a uno de sus nietos -a Marcos- y sale al patio. Requisa con su habitual cara de perro los objetos que dejará: el lavarropas de tambor, los incontables helechos esparcidos en los incontables tachos de helado, los sillones de hierro que jamás se usan pero que tanta tristeza le dan dejar... las máquinas de la panadería, el soporte del loro... Observa a Gipsy y recuerda a todas las generaciones de gipsis, todos tan negritos y peludos, todos tan propensos a morir bajo un auto. Los ve naciendo como ratitas, sus primeros ladridos, y casi de inmediato se esfuman; ¡y ahí está el quinto!, perdió la gracia de los cachorros, es cierto, pero aún se conserva joven, aún no empieza con las persecuciones suicidas de autos y camiones, bueno, quizás nunca lo haga, quizás nunca en el circulo traicionero de la plaza Belgrano. Rodrigo atribuye las muertes prematuras de los perros al circulo y a la idiotez de los perros de seguir la línea recta tangencial al punto de partida, con la agravante de correr por el lado de la calle más próximo al centro de la plaza (la cabeza desnarigada del busto de Manuel Belgrano) haciendo casi inevitable el cruce de las trayectorias. La Lela saca el loro del soporte metálico y lo posa en su hombro.
 Los inquilinos del pasillo ya cargaron sus pocas cosas en su Renault 12 blanco, la casa no les importa, y en cierto modo están felices: nunca les agradó esa tapera, nunca les agradaron los vecinos. Antes de irse, Edgardo agujerea a picazos la tapia que los separa de los Gómez, pero no tarda en aburrirse, entonces se trepa él, su señora y los chicos al auto, a Román, último en subir, le ensarta una inexplicable cachetada.
Inquilinos —murmura la Lela— nunca van a ser como uno que es propietario... Mientras despide a los vecinos se acuerda de una llave inglesa y de dos envases de coca cola que jamás recuperará.
En la casa de la Carlota no se ve movimiento. En la rosada ya no hay nadie, fueron los primeros en huir. Los Funes dicen que se van a quedar a ver que pasa, pero ya están preparados y seguramente cambien de parecer.
Inti hace rato dejó de soñar con el balde de albañil y la gota; Carlota, su madre, recuerda que en su infancia tenía el mismo sueño pero con un balde anaranjado de plástico, y percibe (aunque no comprenda) la naturaleza de la pesadilla, el terror inmenso que causa a los seres humanos esa postal hogareña, ese universo estático siempre a punto de estallar en algo inimaginable.
 Despierta hace muchas noches del mismo modo: se para de golpe en la cama y después de un largo rato en quietud se tira violentamente hacia atrás y gira hasta que lo detiene la pared o el ropero, entonces llora a lo loco y tarda en volver en sí. Carlota no pudo entender esta última pesadilla, aún la de la casa rosada le era comprensible: El chico quizás se acuesta sin ir al baño y después a la noche sueña que visita la casa rosada, ¿y en semejante casa qué va a hacer? Mear...  y después el pobre, la vergüenza, y eso que yo me hago la que no veo y le cambio las sábanas... La Lela me dijo que es por el padre, qué sé yo, nunca me habló el nene de caballos, si fuera por eso Inti me hablaría de caballos y de cabezas ensangrentadas, porque siempre me cuenta lo que sueña, mientras lo llevo a la cama grande, mientras sigue todo moqueado, Dios lo mandó a ser testigo de eso también... a veces pienso que es parte mi culpa, que debería dormir en la cama grande, pero después se me va a hacer mariconcito, y eso es todavía peor ¿no? Si vieran, cómo rueda, lo he visto noche tras noche, se para y de repente, no quiero exagerar,  es como si algo lo tironeara muy fuerte, después despierta asfixiado en llanto, contra el ropero, a veces de cabeza, si es que no está la puerta abierta, porque entonces tengo que sacarlo de una montaña de ropas, con las rodillas llenas de moretones y raspaduras...
Anita atraviesa el patio con la balanza en la mano, como una justicia tercermundista, fofa; atrás va rengueando su esposo, pálido, arqueado de pie a cabeza. Indignados como todos los de la “clase propietaria”. Los chicos Funes los ven desde la otra punta de la plaza, distorsionados por el entretejido de los paraísos;  el viejo por fin saliendo de la cueva, el viejo que todos creían inexistente ahí está, y con fuerzas suficientes para treparse al Valiant y conducir. La vieja Anita no saluda a ningún vecino, da media vuelta a la plaza con la mirada fija en el vidrio, hasta que sale por la colonia de vacaciones de los canillitas. Ahí empieza con sus blasfemias. Carlos hace un gesto mortuorio, tras el cual Anita vuelve al silencio y a la contemplación resignada del parabrisas.
Ayer a la madrugada me habló de una sombra y de una pared, o creo que dijo muro, la sombra no hacía nada, pero era un hombre, entonces seguro haría algo malo, bueno, eso fue textual lo que dijo, después repitió más o menos lo mismo. Le pregunté qué hacía ese hombre, una no sabe si hace bien en preguntar o si la empeora, me dijo que era una sombra, que no hacía nada o que acomodaba algo, pero nada importante. Que estaba trepada contra el muro...
Carlota llena la valija marrón, muchas de las cosas que guarda no tienen valor, son piedras y artesanías de alambre. Se pone a llorar, no porque deba irse (ella pertenece al grupo, esta vez afortunado, de los inquilinos) sino porque se acuerda de su marido, de la absurda forma en que murió pateado por un caballo, y porque había hecho buenos amigos, sobre todo los Gómez, y porque todo era tan repentino...
Los Gómez también partieron, todos, los ocho, en la Fiorino beige. La Lela antes de llegar al vado sacó la grasienta libreta de los fiados y, previa salivación del digito índice, le echó una melancólica hojeada, que acabó con una sucesión furiosa de insultos. Después de pasar el puente se detuvo, y en silencio la Fiorino regresó a la plaza. Nadie preguntó la razón.
Los Funes, al ver el éxodo, dejaron su absurda obstinación y marcharon, pero sin llevar más que sus cuerpos, porque no creían mucho en las crónicas, y pensaban volver cuanto antes, temían una repentina ola de asaltos en las calles, temían llegar a una casa desvalijada mucho más que a llegar y no encontrar siquiera la casa. Lo último, la catástrofe colectiva, les parecía más aceptable.
...después corre, desaparece la sombra en la montaña, y sobre el muro no hay nada, pero hay algo, como el balde que te conté, pero no sé, en verdad que no hay nada, mamá, no te enojes conmigo, quiero, pero no puedo moverme, estoy quieto, mamá, y en el muro hay como una canilla que gotea, pero no puedo verla, ni a la canilla ni al balde, no los veo, no sé por qué pienso que están, ¿me creés? ¿me creés? ¿Cómo no te voy a creer, tonto? A ver, acostáte, dormí esta noche en la cama con mami, y tranquilizate, hijo...
Inti ve a su mamá guardando las últimas cosas. Sale al patio y camina hacia los cañaverales. Está nublado y hace mucho calor. Inti está entre las cañas y observa el fondo de su casa. Carlota sale y mira hacia las cañas sin verlo, se frota la cara y vuelve a entrar, pero en un instante sale a los gritos, ¡Inti!¡Inti! ¡Adónde estás!. Inti se esconde en un tacho oxidado. Carlota lo busca en el cañaveral, después vuelve corriendo a la casa. Inti observa por un hueco. La Carlota vuelve a salir, pero esta vez alguien la acompaña, es un hombre, el Pepe Gómez.
La Carlota grita y estira la mano hacia el fondo, pero Pepe la agarra y se la lleva a la fuerza.
Inti sale del tacho. Escucha la camioneta alejándose a toda prisa. Después todo se calma. Inti escucha el ronroneo del arroyo.
Las botitas azules de goma no tardan en llenarse de agua. Inti sonríe. Observa los sauces llorones, que forman una cúpula a lo largo del arroyo, y los árboles de moras, a los que luego piensa trepar, apoya las palmas de sus manos en el agua.
Una bandada de pájaros huye de su nido, los sapos cantan desde el cañaveral, Inti sonríe. Siente el progresivo aumento del viento en su piel.
Por la calle de tierra que bordea el arroyo pasa un auto y frena al verlo, siendo tapado por la propia nube de su paso, baja un gordo, policía o bombero, y le grita sin atreverse a alejarse de la puerta. Inti no lo escucha o, mejor dicho, no lo entiende, se entretiene con una mariposa tigrácea que lo circunda, el gordo titubea, sacude histérico su cabeza,  pero al final se decide: vuelve a subir al auto y acelera.
Arriba, después de la cúpula de sauces, se adivina una nube más oscura que las otras en la misma dirección de las aguas, cubriendo las nubes blancas; caen algunas gotas, no muchas, pero grandes y frías; el agua que ya llega a la altura de su panza también se obscurece poco a poco, se turbia de barro y hojas secas. Inti, no obstante, se queda perfectamente quieto, aún cuando el agua le llega al cuello, cuando la lluvia se ha vuelto torrencial, cuando las ramas y los trozos de telgopor que pasan a su lado son demasiado reales, aun cuando escucha a lo lejos un crujido, un crujido grave, de algo quizás gigantesco, como una tropilla de miles de caballos desbarrancados unos contra otros,  una ola gigante de agua sucia, de carne y pezuñas y sangre y ramas, arremolinándose en una lentitud desesperante, en la que todo parece ir a velocidades paradójicamente elevadas, como si en la misma escena hubieran tiempos independientes:  un ruido infernal que se entrecorta, una mariposa color tigre dando vueltas en circulo como si absolutamente nada pasara. 

sábado, 1 de octubre de 2011

CONSIGNA OCTUBRE 2011

La consigna de este mes es muy simple.
Mandanos el relato de tu peor pesadilla.
En lo posible, con algo de forma.

La extensión es a libre albedrío.
Enviar los textos a cezarynovek@gmail.com
Adjuntar una foto del autor.

Atte. La Administración del Concejo

PD: La consigna estará vigente hasta el 31 de octubre a la medianoche.
PD: En unos días se publica el ganador del mes de Agosto.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Trámite pendiente, Valentina Vidal

Subió esos ocho escalones sin dudarlo. El último lo dejó de cara a una puerta cerrada.
Al querer retroceder, se dio cuenta de que los siete escalones restantes habían desaparecido. Y que todo a su alrededor se había vuelto oscuridad.
Oscuridad, escalón y puerta.
Un hueco indicaba que alguna vez había tenido picaporte. Abajo, su cerradura.
Con sus pies ocupando todo el ancho del escalón comenzó a agacharse cuidadosamente para tratar de ver algo por el orificio.
Puerta. Escalón. Oscuridad.
A medida que bajaba con las manos sobre la puerta, sus dedos podían dibujar las vetas de la madera.
Una vez en cuclillas, haciendo equilibrio, acercó su ojo. Pero algo le tapó la visión.
Se empezó a acalambrar y se reincorporó.
Angustia, incertidumbre y poca movilidad comenzaron a desesperarlo.
Golpeó. Una, dos. Muchas. Con los dos puños, dándole patadas, clavándole las uñas, empujándola con los hombros. Nada la movía.
Sacó de un bolsillo una llave que era para abrir una puerta, pero no ésa.

- ¿Ya está? -dijo una voz del otro lado de la puerta.
- ¡Hola! ¡Ábrame, por favor!
- ¿Cuántos escalones subiste?
- ¿Qué? ...ocho…pero desaparecieron…sólo queda en el que estoy parado…
- Cómo le divierte el juego de los escalones…
- ¿De qué juego habla? ¡Terminemos con esto, ábrame la puerta!
- ¿Qué estabas haciendo antes de subir esa escalera?

Le costaba mucho comprender su situación actual. Como para también jugar a las adivinanzas. Lo volvía loco esa puerta cerrada y la voz que no parecía inmutarse ante su pedido desesperado.

-Intenta recordar –dijo la voz.

-…no sé…creo que estaba en el auto, por llamar a mi mujer, iba manejando…algo pasó, se cruzó un coche, me parece que pegué un volantazo y giré, creo que hasta volqué…pero no puede ser, estoy confundido, no lo sé, le pido por favor que abra esta puerta, señor.

-Tuviste un accidente.
- Usted está loco.
- Usted está muerto.
-¿Y esto es la muerte?
-¿Qué esperabas, un montón de gorditos alados, tocando un clarinete?
-¡No una puerta cerrada!

Un poco por piedad, otra por celeridad, le dijo que pronto comenzaría a comprender y que para cuando eso ocurriese sus recuerdos formarían parte de una conciencia absoluta.

-Sofía…
-Un buen lugar para comenzar, tu mujer, la que estabas por llamar, antes de que ese borracho se cruce en tu camino. Del otro lado lo tengo que entrevistar, esto es como un dos por uno, multiplicado por miles. Sigamos con tu mujer, ¿qué le dejaste?

-…bueno…el auto no creo que haya quedado bien… ¿la casa?
-No seas idiota.
-Entiendo…nos reíamos mucho cuando nos conocimos…la besaba constantemente, me gustaba el olor que tomaba su pelo al despertarse…después las obligaciones, el trabajo, las corridas…la vida…me volvieron algo serio, y ya no dedicaba tanto tiempo a estar en casa con ella.

El recuerdo de Sofía se le había clavado en el pecho como un cuchillo caliente.

-Pronto los recuerdos dejarán de ser dolorosos, le dijo la voz, al darse cuenta de que el silencio se le había atravesado en la garganta al hombre en el escalón.-–prosiguió- seguramente tendrás algo más para decirme, si no no estarías vos de ese lado, y yo de éste.

-¿Se trata de una confesión?

-Qué confesión ni ocho cuartos. Esto es una declaración jurada. Luego de que declares la verdad, me la firmás y yo la dejo “en trámite pendiente”. Cuando la terminen de revisar y aprobar, se te enviará una notificación, en la cual te informarán los pasos a seguir.

-¿Las mentiras cuentan?

-¡Basta! No estoy para perder el tiempo, muchacho, no soy el cura del barrio, me importa un rábano si le mentiste a tu mamá o a tu jefe. ¡Quién hubiera pensado que me costaría tanto con vos!

La voz prosiguió a leerle las preguntas que figuraban en la declaración:
¿Has vivido una buena vida?
¿Has sabido disfrutar de ella?
¿Has hecho las cosas lo mejor que pudiste?
Cuando las adversidades se te cruzaron en el camino, ¿pudiste enfrentarlas y aprender de ellas?
¿Podés considerarte satisfecho con el recuerdo que dejaste en los demás?

Parecía un test de autoayuda, pero a la vez sabía que alguna de esas preguntas no podía responderlas. Había vivido los últimos años tan pendiente de todo lo que le quedaba por hacer, que no se había dado cuenta de que no estaba viviendo su vida, sino tratando de adelantarse a ella. Y ahora ya era tarde.

-¿No podría volver cinco minutos más?

-No diga sandeces, mi amigo. Bastante con servirle en bandeja el cuestionario, (se ve que viene con referencias de algún familiar o amigo que lo espera) y además su envase…quedó bastante maltrecho. DENEGADO.

-Sólo cinco minutos -suplicó-. Necesito sentirla en mis brazos por última vez.

-Lo tengo que consultar.

Se quedó esperando un buen rato imposible de cuantificar hasta que escuchó dos golpes.

Toc-toc

-Cinco minutos. Tenés contactos de peso allá.

Se vio en su casa, sentado en la cama. Sofía estaba cocinando y canturreaba sin parar. En el aire, aroma a su comida favorita –pastel de carne- y que a Sofía le gustaba hacer cuando lo quería mimar un poco. Fue hasta la cocina y lo miró con sus grandes ojos negros, le sonrió y él la abrazó fuerte. Qué maravilloso le resultaba sentir cómo cada pliegue, rincón, articulación de sus cuerpos encajaban perfectamente. Como dos partes de una misma pieza. El sabor de sus bocas también eran parte del menú. Ella suavemente se soltó, argumentando con una sonrisa pícara que se le estaba quemando la comida.
Él la besó una vez más, esta vez en la frente y se fue.

Puerta. Escalón. Oscuridad.

Toc-toc

-¿Cómo le fue, amigo?

-Fui desagradecido con la vida que me tocó.

-Así es.

Le pasó por debajo de la puerta una hoja y le dijo que firme al pie. Él la firmó y la volvió a pasar del otro lado sin mirarla.

Como ya te dije, esto quedará en un trámite pendiente. Tengo que seguir con otras puertas y tengo muchas.

-¿Cuánto estaré esperando? –preguntó vencido. ¿Está Usted ahí?

(…..)

Escalón. Puerta. Oscuridad.

jueves, 1 de septiembre de 2011

CONSIGNA SETIEMBRE 2011

Estimados partisanos:
                                 La consigna de este mes tiene como tema la iniciación, entendida como una transición de un status a otro (puede ser iniciación sexual, laboral, espiritual o de la índole que sea). Debe incluirse en el relato (de forma directa o tangencial, pero tiene que estar) el temor a la naturaleza como elemento avasallante, invasivo.
Extensión: mínima, 400 palabras; máxima, 900.

El plazo de recepción para los relatos escritos según esta consigna es hasta el 30 de Octubre de 2011.

Una vez terminado y revisado, deben enviar el relato junto con una foto del autor a cezarynovek@gmail.com


Sorpréndannos.
La Administración del Consejo 

RELATO GANADOR DEL MES DE JULIO

Estimados camaradas:

                                  Este mes, nuestro jurado secreto ha deliberado mucho y, como resultado, se ha decidido que el relato ganador del mes de Julio- por concisión, ejecución técnica y manejo del suspenso-es Natalia, de Emilio Moyano.




   Según las normas de la casa, no solemos premiar más de un relato. Pero en este caso haremos una excepción, para darle una mención en segundo lugar-por la originalidad del tema y la horrorosa atmósfera- a El patio de Boris, de Flor Meineri.


   Muchísimas gracias a todos los que participaron. Más tarde, subiremos la consigna que estará vigente durante el mes de setiembre. Esperamos su material. Cuídense (no es una amenaza, sólo una forma de saludo)

La Administración del Consejo

miércoles, 31 de agosto de 2011

Firmamento, Vanesa Juliá




Siempre le gustó pensar que las estrellas eran una cantidad infinita de ojos que se asomaban por el balcón de la eternidad a observar las desventuras humanas. Una infinidad de ojos que emanaban brillantes.
            Los días en que vivir le costaba algo más que vida, subía a la azotea de su departamento a observar el infinito. Desde allí, alcanzaba a ver la ventana que daba a la habitación de Carlos. Él vivía con su madre; al igual que ella.
Hacía dos años que se habían mudado a la casa en frente a su departamento, y todavía no había olvidado el día que se habían cruzado por primera vez, en la vereda. Ella le había dedicado una penetrante mirada a la que él había respondido bajando la vista y apretando el paso. Esa actitud huidiza, tímida y esquiva le había divertido mucho, haciéndola sentir poderosa, dominante e inhibidora. Los sucesivos y posteriores encuentros, casuales o premeditados por ella, no habían logrado cambiar esa conducta. Aún hoy, con las tantas noches que ya habían compartido juntos, esa impalpable pero impenetrable barrera seguía existiendo.
            Constantemente le molestaba su servilismo y debilidad, su poca iniciativa y carácter sometido. Pero la embriagaba y la divertía la omnipotencia que ejercía sobre él. Siempre había intuido que su sojuzgamiento la beneficiaría en algún momento de su vida. Y hoy, esa intuición había tomado cuerpo y forma.
            Miró hacia la ventana que daba a la habitación de Carlos: un oscuro y macabro hueco en la pared. No había luces encendidas en el cuarto, ni siluetas humanas recortándose contra la claridad esperando un mensaje de texto que solicitara su presencia. No.
             Recordó a la madre de Carlos. La imaginó llorosa, alterada y preocupada por la ausencia de su hijo. Recordó el odio y la repulsión que sentía por ella. Por la bastarda que osaba posar sus sucias manos en el cuerpo puro y santo de su hijo. Carlos no tenía padre; al igual que ella. Pero habían sido otros los avatares de la vida que lo habían dejado sin: había muerto de una enfermedad terminal cuando él era chico. Al padre de ella, sin embargo, nunca lo había conocido ni lo conocería.
Por diecisiete años sólo habían sido su madre y ella. Su madre que la protegía, que la educaba, que la regañaba, que la sermoneaba, que la mimaba, que la acariciaba, que le enseñaba lo que era ser mujer y lo que significaba serlo en un mundo de hombres. Le había enseñado que sólo la solidaridad entre mujeres la salvaría en los momentos más difíciles. Le había hecho sentir lo que ningún hombre en el planeta le haría sentir, porque eran incapaces de preocuparse por otros seres que no fueran ellos mismos.
Y ahora…bueno, ahora todo volvería a ser como antes. Su madre volvería a protegerla, educarla, regañarla, sermonearla, mimarla, acariciarla. Volverían las noches en que, silenciosamente, se metería en su cama, la abrazaría fuerte y, susurrándole milenarios consejos que muy pocos escuchaban y nadie ponía en práctica, aliviaría sus pesares. Y así, volvería su mundo de mujeres desvergonzadas y de labios rojos carmesí; mujeres que entraban y salían de su casa como si fueran sus propietarias; mujeres que se declaraban sus tías, hermanas, abuelas, hijas, primas sin que la sangre las hermanara; mujeres que habían sido alejadas por la presencia de aquel que despreciaba; aquel que le había robado su mundo y ahora yacía en la cama del cuarto de su madre inmóvil e inerte.
            Prendió un cigarrillo, alzó la mirada al firmamento y respiró profundo. Carlos ya debería estar en el colectivo rumbo al norte del país. A veces, ese pobre ser le inspiraba una compasión profunda. Pero sólo a veces. La entrega y la ingenuidad con la que él pensaba que la amaba, el acatamiento total de sus caprichos. Ella presentía que eran formas de vengarse de la mujer que lo asfixiaba y  lo consumía: su madre.
            Le había dicho que después que todo se calmara, después que su madre llorara lo que tenía que llorar, iría a encontrarse con él al lugar donde la estuviera esperando. Y si, luego de tanto esperarla en vano, descubría que había sido todo un engaño, que el tipo que salía con su madre nunca había abusado de ella como le había dicho, que nunca había tenido la intensión de ir tras sus pasos para vivir libremente el amor que se profesaban, que lo había inducido a ser un prófugo de la justicia toda su vida; si eso sucedía y volvía a acusarla, a señalarla con el dedo, sería su palabra contra la de ella.
            Ahora debía bajar y empezar el teatro. Debía llamar a su madre, para decirle que algo grave había sucedido mientras ambas estaban trabajando, que Eugenio no despertaba, que faltaban cosas en la casa, que la ventana que daba al baldío había sido violentada, que no sabía que hacer, que tenía miedo, que quería volver a ser niña, que quería que vuelvan lo días en que las carcajadas de Elba eran su reloj despertador, los días en que la sonrisa de Carla la esperaba a la salida de la escuela porque ella trabajaba y no podía ir a buscarla, las noches en que ella, su madre, compartía sus sábanas, sus sueños y sus tormentos.
            Miró por última vez las estrellas. Hubiera querido ser una de ellas.