martes, 28 de junio de 2011

¿Querés que te diga algo?, Catalina Adriana Giménez

¿Querés que te diga algo? Me perdí en la consigna.

Ahora me ocupo y busco de nuevo entre los cajones. Seguro que tengo algo sobre tigres de Malasia, marineros bengalíes o cortesanas perdidas en Singapur.

¡Qué no! Que están perdidas en la ciudad…no que son unas perdidas. Pero de esas también hay en mis cuentos. Y no las rescata nadie.

Ni siquiera Plank construyendo una casa sobre el lago.

Que de esas vi cuando viajé a Chile y no me gustaron, porque me dejaban los pies fríos cada vez que me bajaba de la cama.

Y la cama quedaba hecha un lío de sábanas y papeles.

Porque a vos se te daba por escribir lo que yo decía.

Que nadie enlía las palabras como vos que te quedan bonitas.

Aunque no te entiendo nada.

Como cuando trajiste el gato para pintarlo.

Y lloraste una semana entera. Porque se lo tragó una tormenta de gatas enceladas.

Y él, como yo, prefería huir de tus empalagosas críticas, y tus empalagosas caricias y tus empalagosas miradas y tus empalagosas furias de lunes.

Eso me escribiste en la nota de despedida. Cuando agarraste tus cosas y me dijiste ya vuelvo y diste vuelta los ojos para atrás…

Para atrás de vaya a saber dónde…porque nunca más volviste.

Y la cama quedó enlíada, mojada y fría.

Porque al final siempre termino sintiendo el mismo frío que sentía de chica en día de muertos.

Y eso que a mí los muertos no me dan miedo. Más miedo me dan los vivos. Que se enllenan la boca con promesas. O lo que es peor, se llenan la mano queriéndome tocar el culo. Que se la pasan midiendo, de arriba abajo a cuántos centímetros está mi culo del piso.

Aunque después me dicen que los que los seduce es mi clarividencia.

¡Idiotas! ¡Son lentes de contacto!

O se pensarán que en serio tengo los ojos violetas como la Taylor. Que se pasó la vida buscando al Richard, como yo busco a Peter.

Que sé que no existe.

Porque eso sólo existe en las películas, que el tipo sale con la minita y al final pone una escalera y la busca en el bulín aunque sea una puta. Lo mismo la ama. Lo mismo la busca.

Aunque después…qué importa del después toda mi vida es el ayer. Ayer que tenía todo más claro, antes de que tratase de entender que una consigna no te abre las puertas de nada. Y que si te dicen “Catalina dijo que me amaba” es sólo una canción o la vieja del cuento de Sandra que sabe hablar del prójimo...y mal, muy mal.

Que al final si el tipo sale con la minita esa es con una sola preclara y clara intención. Y por más que le dé vuelta, a la minita le pasa lo mismo que al burro que escapaba del tigre. La dejan estaqueada en medio del agua. Y sin nada…Y tal vez a ella le guste así…O tal vez no. Que no es el tema, porque esto no se trata de dilucidar sobre gustos.

Por eso lo más sensato será dejar de preocuparme por la consigna, que ya bastante complicada viene mi vida con el tarado del marinero bengalí.

Que ni siquiera es marinero, ni bengali, ni tarado…Es Tinelli disfrazado de Bin Laden.

Y que se termina junio y todavía no ha pasado nada. ¡Y yo qué culpa tengo que a Novek se le ocurra llenar el Reducto con tanto desquiciado suelto y yo soy la que lo tiene que barrer y limpiar todos los días, y ordenar el desorden que sus amigos dejan!

domingo, 26 de junio de 2011

La frigidez apesta, Florencia Aizenberg


Qué bosta, encendedor del orto lo tiró con todas sus fuerzas al medio de la calle, rebotó un par de veces y quedó ahí tirado, esperando que cuando ya no pasen tantos autos algún imbécil tenga unos instantes de falsa ilusión al encontrárselo pero qué garcha, ni siquiera explota (Che, flaco, ¿me das fuego?) si al menos hiciera una chispita, o si algún conductor boludo chocara, o si al menos frenara de golpe y su mujer gorda y con labios y dientes color rosa barbie se golpera un poquito, o algo…cruzó Ituzaingó sin mirar y siguió caminando con pasos muy violentos, como cuando los chicos se enojan y quieren que sus padres se den cuenta de que están enojados como si sirviera que los padres se den cuenta de que están enojados, como si mandarme a terapia solucionase algo, como si los psicólogos supieran algo más que de sus propias vidas, como si uno pudiera saber algo de otro, algo, cualquier cosa, pero no, todo es una mierda (Dame unos imparciales y un encendedor. Que funcione. No, no tengo monedas), claro, total, después la culpa siempre es del padre… que si no me daba pelota, que si me consentía demasiado, golpeó enérgicamente la etiqueta contra la palma de la mano izquierda, unos cuatro golpecitos cortos ni los puchos vienen bien hechos, la concha de su madre la abrió, sacó un pucho y aprovechó el semáforo para prenderlo mi viejo no tiene la culpa de nada, tu padre tiene la culpa de que hayas nacido… no entiendo por qué sigo yendo a la psicóloga… Putas, eso son, putas. Si hay alguien retorcido es el psicoanálisis, no yo, que me perdonen, pero si según sus libritos yo soy una retorcida que se vayan a hacer culiar todos.
Entró al departamento y mientras se sacaba las botas se prendió otro pucho un whiskey, eso necesito, un whiskey… dejó la campera en el perchero lo que me faltaba, que no haya hielo, la putísima madre, se sirvió hasta el tope y sorbió el primer trago desde la taza apoyada en la mesada tengo que comprar vasos urgente dio tres tragos bien grandes y después la retorcida soy yo, la concha de tu hermana tomó un trago más y se sacó la camisa yo no soy ninguna retorcida, mirá con lo que me viene la muy sabelotodo de la psicóloga se sacó la pollera si acá hay una puta ésa es la minita, no yo, la frígida de mierda esa, puta pero reprimida encima, si ella quiere estar siempre con el mismo porque piensa que así se va a ganar el cielo, allá ella, pero que no pretenda que yo… tomó otro trago, de última, él me buscó a mí se sacó el corpiño y cómo iba a saber yo que eran el mismo chabón agarró las medias y la taza y enfiló para la pieza. Apagó el pucho en una maceta del pasillo y qué me tengo que hacer tanto problema si de última qué me importa entró y sin prender la luz se acercó a la cama si yo no lo necesito volvió a tomar y dejó la taza en el piso y qué se piensa que porque le hice un pete estoy enamorada se subió a la cama que se vayan bien a la mierda mi viejo, la psicóloga, el tarado, la minita, todos… se puso en horcajadas sobre lo que resultó ser un hombre dormido qué iba a saber yo que ese tipo con los ojos delineados y pantalones de cuero era el mismo imbécil que se viste de trajecito todos los días y pasa a buscar a su novia en su Citröen C3 le agarró las manos y las estiró para atrás de la cabeza que encima es un auto de mina y con las medias le ató los brazos al respaldar de la cama.
Se despertó emitiendo un gemido ronco cuando ella ajustó con mucha fuerza el nudo alrededor de sus muñecas.
- Buen día, amor.

miércoles, 22 de junio de 2011

La esquina, Vanesa Juliá

El tipo que anda con la minita, todos los viernes a la media noche –desde hace algunos meses- para su auto en la misma esquina de siempre. Ella con antelación lo esta esperando: el frío calándole hasta los huesos; la nariz y mejillas rojas.
La minita sube al auto. Lo saluda con un beso en la boca. Ninguno de los dos habla. Ninguno de los dos se mira a los ojos. Ella prende un cigarrillo. Él arranca y dirige el auto al lugar acostumbrado: un motel derruido y sucio en las afueras de la ciudad.
Ella tiene veinticinco años menos que él. Él no está casado ni tiene hijos. Aún así, no tiene intención de hacerlo ni tenerlos. De los dos, uno se pregunta por qué hace lo que hace ¿Qué busca? ¿Qué es lo que la atrae? ¿La persona que está a su lado o lo prohibido y censurado? Quizás quiera llamar la atención. La cuestión es de quién. El otro, vaya uno a saber.
No hay palabras, sólo las indispensables. No hay miradas, sólo las necesarias. Si hay sexo, desnudo y descarnado: sin romanticismos, sin restricciones morales ni éticas.
A la vuelta, la vuelve a dejar en el mismo lugar en el que lo esperó: la esquina. Un beso de despedida. Las piedras que crepitan bajo las ruedas del auto. Ella que emprende, caminando, su regreso a casa. Y en el aire, el acuerdo tácito de volver a verse dentro de una semana, a la misma hora, en el mismo lugar.
El próximo viernes, el padre la sigue hasta el lugar de encentro. Quería corroborar con sus propios ojos lo que comentarios maliciosos y burlas solapadas le habían sugerido y lo que su egocentrismo e indiferencia no le habían dejado ver. En su bolsillo, apretado contra su cuerpo y escondido, lleva un revólver. No tiene ninguna intención de usarlo. Sólo busca asustar a los culpables de su vergüenza, a los desafiadores de su autoridad patriarcal, a los autores de su orgullo herido como padre de familia.
Desde algunos metros, la ve pararse en la ochava, protegida por el alero de la garita de colectivos. Luego de unos minutos, un auto se aproxima por la izquierda y frena frente de ella.
Cuando ella intenta subir al auto, su padre aparece por detrás blandiendo el arma y gritando:
- ¡Puta de mierda! Vení para acá. Y vos, degenerado y abusador de nenas, salí del auto que te mato.
Su padre la agarra del brazo fuertemente y la tira para atrás. La lastima y grita. En ese momento se da cuenta de que va armado. Se asusta. El corazón empieza a latirle aceleradamente. Se cuelga de su brazo tratando de quitarle el arma. Empiezan a forcejear. Él le pega una cachetada y en ese instante, no se sabe cómo, se dispara el arma.
Nunca pensó que estuviera cargada. Nunca lo corroboró. El tipo del auto aprieta el acelerador y huye. Nunca le conocerá la cara, al maldito. Nunca se la vio.
Su hija yace en sus brazos. La mira. Nunca se había dado cuenta de lo hermosa que era. Nunca había sentido, como ahora, que también él la había engendrado. Que los dos se contenían mutuamente. No sólo era hija de su madre, sino que era hija suya ¡Y tanta indiferencia! ¡Y tanto desafecto! Nunca la había considerado como debía ser.
Y llora. El tiempo no se podía volver atrás: él mismo la había matado.

miércoles, 15 de junio de 2011

El concurso, Mauricio Carranza

La invitación llegó por mail, igual que los dos años anteriores, sólo que ahora habría dos premios y no sólo uno como siempre fue. Ambos autores irían a una antología con otros de otras provincias, pero sólo el ganador recibiría $2000 pesos, una suma muy apetecible por un solo cuento. Yo sólo quería, y necesitaba, estar en esa antología.
Leí las consignas y puse manos a la obra. Armé un cuento sobre mí mismo, sobre el concurso, su jurado y sus premios. Me salió perfecto.
A la semana entregué el cuento, lo llevé en un folio, manuscrito y pasado en computadora, con todos mis datos. Sabía que ésta era mi oportunidad, este año no se escapaba.

Salí de la biblioteca donde se hacía el concurso cuando la vi, ella, ella siempre.
-Mirá la minita que baja del auto –le dije a Lucas, un primo de la Capital-.
-Está buenísima. ¿Quién es?
-Donatella Raviolotti, la más bella hija de puta de todas-.
-¿Quién es el tipo que anda con la minita?
-El padre. Ella y él son dos pequeños monstruos de la culta literatura del pueblo-.
-¿El padre? ¿No es el que competía hace años con tu viejo en los concursos de poesía?
Lo miré con resignación.
-El mismo. Uno solía escribir por amor, el otro sólo para ganar. Te imaginarás cuál es cuál. Los Raviolotti sólo desean ver sus nombres entre los mejores. Y llevarse el dinero, obvio.

Donatella era morena, de oscuros y finos ojos, perversa y soberbia como pocas, había ganado el premio los dos años anteriores y buscaba retener la corona.
Donatella entregó su trabajo en una carpeta negra con el escudo de la familia lacrado en la tapa. Tal vez pensaba sumar puntos con eso, tal vez necesitaba sumar puntos, tal vez su relato no era tan bueno como otras veces.
Pasó al lado mío, me guiñó un ojo y se alejó sin decir nada. Ella sabía que esa noche yo pensaría en ella, en su cuerpo y en el día en que me rechazó porque su padre quería algo mejor para su futuro.

Pasó casi un mes. Llegó la entrega de premios. El discurso de presentación más las lecturas de las autoridades extendieron el final más de lo pensado.
Hasta que llegó.
El orador, como siempre, era el Presidente de la Biblioteca, el Dr. Hugo Etnegidni y de él fueron estas palabras:
-El segundo lugar con un fantástico cuento sobre un amor no correspondido es paraaa... Donatella Raviolotti!!!
Se escucharon pocos aplausos y algunos de muy baja audición, excepto los míos, que hice sonar mis palmas como si estuviese en el baile del club. Me sentía contento por el resultado. La cara de su padre inmóvil de músculos, la mirada de ella perdida (y aún así hermosa) hacia ningún lado demostraban el desinterés de recibir la mención.
Y llegó lo esperado: el Dr. carraspeó un poco, tomó aire y lo dijo:
-Y el primer premio, que va acompañado por dos mil pesos donados por la Intendencia, es para alguien que escribió un cuento hermoso, que todos podremos leer pronto en el libro donde estará el primer premio, y el ganador del concurso es paraaaa... Javier Rinaldiiiii!!!!
Todos explotaron en aplausos y en felicitaciones, menos yo. Esta vez me había derrotado un niño de doce años que había escrito un cuento banal sobre la historia del pueblo.
Me sentí ultrajado y manoseado, así debía sentirse Donatella cada vez que pensaba en ella. Me fui a mi casa y decidí contar esta historia, decidí escribirla y decidí que la mejor forma de terminarla, era con la palabra fin.

miércoles, 8 de junio de 2011

El reloj, Valentina Vidal

Usaba la tele como despertador todas las mañanas y las noticias se le filtraban de a poco en su cabeza recién amanecida. Un tren incendiado, dos accidentes en la panamericana, eran imágenes confusas y mezcladas que de a poco iba desenmarañando entre el sueño consciente y las pocas ganas de levantarse. Pero algo le llamó la atención: “implosiones en la ciudad de Mendoza”. Al querer seguir el hilo, notó que los conductores hablaban cada vez más rápido. Tanto, que no alcanzó a escucharla del todo. Y casi sin darse cuenta, ya había comenzado la presentación del programa siguiente. Optó por levantarse.


Al ver su reloj, se llevó una gran sorpresa: Las horas eran minutos, los minutos segundos, y ellos a la vez atrasaban en una carrera de descuento sin sentido.


Pensó que todavía estaba durmiendo, o que el vodka barato de la noche anterior finalmente se había cobrado la picardía, pero los otros relojes confirmaban lo mismo y la reunión a la que debía llegar puntual no sólo ya había empezado, sino que estaba en pleno desarrollo, y si esto seguía así, terminaría sin que él esté presente y todo el proyecto se definiría en su ausencia.


Apurado salió a la calle, parando el primer taxi que pasaba. No había terminado de subir que el chofer ya había arrancado, pisando hasta el fondo el acelerador. Pero no era que iba a llegar antes por viajar más rápido, porque a medida que las cuadras pasaban, casi sin poder verlas debido a la velocidad, el minutero del reloj también iba cada vez más rápido.


Al llegar a su trabajo, la reunión había terminado y ya le habían despachado el telegrama de despido.


Sin poder comprender nada, se dirigió a la plaza y se sentó en un banco que estaba en el medio de ella. La gente corría hacia todos lados y hacia ningún lugar.


Se vio a sí mismo envejecido y cansado.


Entre huesos rotos y autos estrellados, corrió. Alguna vez había escuchado que el Gran Reloj marcaba el pulso vital de la ciudad y corrió sin parar hasta llegar a la plaza Retiro. Comenzó a ascender hacia la cúpula con los años que se le venían encima en cada escalón. Al llegar, no sólo no tenía la sabiduría de los ancianos, ni la lozanía recientemente perdida, sino que apenas tenía fuerzas para intentar detener ese reloj. Sin opciones, sacó una pierna y luego la otra. Las manos temblorosas sujetaron las dos agujas y sus pies quedaron balanceándose en el vacío.

















Comenzó a deslizarse lentamente.


Sabiendo que no aguantaría mucho más, miró hacia abajo: el mundo entero se había detenido.


Por un instante se sintió algo así como Dios.


Por un segundo comprendió el tiempo en toda su totalidad.


Por un minuto sintió el peso de su cuerpo en sus propias manos.


Hasta que no pudo más y se entregó, al concreto instante de la eternidad.