domingo, 31 de julio de 2011

Natalia, Emilio Moyano

A)

La puerta del baño se abrió. Natalia entró rápidamente, la volvió a cerrar, y le puso el pasador. Era un cuarto pequeño con cerámicos y sanitarios de color blanco. En una de las paredes, en lo alto, había una ventana por donde penetraba el resplandor de noviembre. Natalia se afirmó en los bordes del lavabo. Las gotas de sangre que caían de su nariz fueron cambiando de tamaño sobre la superficie de la porcelana hasta componer una mancha heterogénea. Dejó correr el agua, juntó las manos bajo el grifo, en forma de cuenco, y hundió allí su rostro. Cuando se miró después en el espejo, le costó comprender lo que estaba viendo; el pelo revuelto, los arañazos atravesándole el rostro, el tabique inflamado, la herida en los labios. Luego empezaron a oírse los gritos de Damián que lloraba, la insultaba y golpeaba la puerta del baño con desesperación. Abríme, decía, me estoy muriendo de calor… La puta que te parió, Natalia, abríme. Ella no le respondió. Sacó un puñado de algodón del botiquín, armó una especie de tampón y se lo puso en una de las fosas de la nariz.

Afuera se oían en un tono más bajo los llantos del bebé y el sonido del informativo en la televisión, sobre todo cuando Damián dejaba de gritar y golpear la puerta. Natalia, sin embargo, parecía abstraída, fuera del mundo y sus asonancias, inmersa en un abismo de intimidad. Así se mantuvo hasta que los reclamos se fueron apagando, los golpes en la madera de la puerta se convirtieron en ligeros rasguños y la voz se fue quedando sin aire. Entonces quitó el pasador y abrió la puerta. La mitad del cuerpo de Damián cayó sobre sus pies. Lo esquivó con cierta repugnancia tratando de no pisar en el charco de sangre que lo rodeaba, y se fue hacia al dormitorio. Allí todo estaba tal cual lo habían dejado al levantarse por la mañana, la cama destendida y la ropa tirada en el piso. Levantó de la cómoda unos lentes oscuros, luego buscó el monedero en la cocina, el cochecito con el bebé y salió en dirección de la calle.

Un vecino estaba parado junto a la verja. Escuché ruidos, dijo el hombre cubriéndose del sol con la palma de la mano. Ella bajó la vista como si nadie le hubiera hablado, apoyó uno de sus brazos en el coche del bebé y se puso a separar las llaves del manojo. ¿Pasó algo, nena?, agregó. Natalia no le respondió. Las palabras estaban al otro lado de la existencia, en un planeta oscuro y desconocido, la mandíbula le temblaba, de manera involuntaria, pero no podía decir nada. Entonces trató de apurarse, intentó acertar la llave en la cerradura. No le resultaba fácil. En ese mismo momento fue que la luz de la sirena se proyectó en los marcos de la puerta. A pesar del resplandor y la fluorescencia de la siesta, ella pudo distinguir –perfectamente– el brillo entre azul y celeste de la sirena.

B)

Natalia permanecía en una esquina de la sala sentada en el piso. Tenía un guardapolvo gris oscuro, el pelo corto al estilo de un varón y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás con las manos entrelazadas sobre sus rodillas y la cabeza inclinada. Los cuatro oficiales se precipitaron sobre ella, la hicieron poner de pie; uno de ellos le amordazó la boca con varias vueltas de cinta de embalar y luego la llevaron –sin que ofreciera resistencia– hacia el galpón donde se guardaban los trastos y las herramientas.

En el interior había unos cuantos oficiales más y un niño de unos diez o doce años. Aunque su estatura apenas sobrepasaba el alto de la mesa, se comportaba como un mayor. Tenía el pelo engominado y estaba vestido con una camisa a rayas, un pantalón de gabardina azul, y zapatos negros acharolados. Desde cierta perspectiva, su imagen resultaba ridícula. La culata de un revólver le asomaba de la cintura, estaba encajada entre su estómago y la pretina del pantalón. Apenas Natalia pasó por su lado, el pequeño se quitó los anteojos de sol que llevaba puesto, y la siguió con la mirada dedicándole un extraño gesto de frialdad.

Los oficiales la empujaron contra el rincón, cerca de los caballetes y el tablón de madera donde estaba la cortadora de fiambres, una máquina bastante vieja, de ésas a manija, de color roja. Deberían sacarle la cinta, dijo el niño, así no va a poder decirnos adónde están los otros. Los oficiales prosiguieron con su trabajo, sin responder, y comenzaron a girar el disco de la cuchilla, que aunque estaba un poco oxidado funcionaba a la perfección. No tiene sentido, le contestó el oficial que parecía ser el de mayor importancia, en estos momentos siempre dicen cualquier cosa, no nos va a servir… Natalia ensayó algunos movimientos en el afán de quitarse aquellos hombres de encima, pero no fueron más que simples reflejos, luego dejó que le acercaran lentamente su mano a la cuchilla. Además, continuó el oficial, lo que importa es el símbolo, jefe, nada más. Después miró a sus compañeros, que mantenían aferrados con firmeza los dedos de la prisionera, y les hizo una señal con la frente. Una extraña señal con la frente, una muestra inmaterial de lo que estaba por suceder.

Desquicio, Vanesa Julia

Mirando por la ventana del camarote se imaginaba la lluvia caer. Afuera, la oscuridad parecía haber devorado el mundo entero. El traqueteo de las ruedas sobre los rieles se confundía con el ruido metálico de las gotas de agua al chocar contra el armatoste de hierro. Cuando el cielo se iluminaba surcado por una serpiente de luz, su rostro aparecía reflejado en el vidrio como el de un espectro: difuso, pálido, etéreo.

Esa madrugada de aguacero y angustia, no muchos pasajeros habían decidido viajar en tren: una pareja de novios, un hombre de capote y maletín, una señora con un bebé en brazos, un matrimonio con sus dos chiquillos revoltosos, una mujer más de pelos enmarañados y ella: solitaria, ojerosa, desgreñada.

En la primera hora de viaje, había intentado leer algo, pero las palabras de las páginas del libro que tenía sobre su regazo se escurrían de su mente como la arena lo hace entre los dedos. Al final, había desistido, había apagado la luz y había intentado conciliar el sueño. Sin embargo, tampoco lo había logrado y se había conformado con mirar la oscuridad.

Luego de un momento, comenzó a escuchar un golpeteo proveniente del camarote contiguo. Agudizó el oído y percibió que no era un movimiento violento y espasmódico sino más bien rítmico y pausado. Recordó que ese compartimento había sido ocupado por la pareja de novios y cuando, a través de la metálica pared, comenzaron a llegarle casi inaudibles gemidos de placer que luego se transformaron en gritos jadeantes, entendió lo que sucedía.

En un primer momento, tuvo un acceso de irritabilidad: degenerados, desubicados, depravados. Pero luego, admitiéndose puritana y frígida, pensó que, aunque sea, alguien había encontrado la mejor forma a su alcance para pasar una noche de viaje lluviosa en un tren casi desolado.

Con todos esos pensamientos estaba, cuando un grito -ya no de placer, sino de horror- la sacó de su ensimismamiento. Objetos que cayeron al piso. Súplicas. Sollozos. Silencio.

La tensión crispó el ambiente. Su respiración se aceleró. Sus sentidos se estremecieron ¿Qué había sucedido en el camarote contiguo? ¿Qué era lo mejor que podía hacer: aguardar o ir a ver lo que había sucedido? Del otro lado no llegaba ninguna señal de existencia humana posible. Hasta que pudo cerciorarse de que alguien se había parado frente a su puerta. Podía ver su sombra colándose por la rendija.

Su cuerpo empezó a temblar y no pudo evitar que sus dientes chirriasen, que sus ojos se humedecieran y lloraran. El tiempo pareció suspendido. Su vista se clavó en el rectángulo negro. Detrás de él algo la acechaba y la presentía: la veía sin ver, la olía sin oler, la palpaba sin palpar.

Sin embargo, luego de unos segundos, la rendija de la puerta dejó pasar la luz brillante y blanquecina en toda su extensión. Aquel que con anterioridad se detuviera frente a su camarote, ahora dirigía sus pasos al vagón contiguo.

Dejó pasar unos minutos, tal vez fueron horas, para salir al pasillo. Miró a un lado y al otro. No pudo distinguir a nadie. Su corazón galopaba dentro de su pecho. Pudo observar que la puerta del camarote siguiente al suyo se encontraba entreabierta. El picaporte estaba cubierto con huellas de sangre. No tuvo el valor de entrar.

Dirigió sus pasos desasosegados a los vagones traseros. Su mente se encontraba entumecida. En el pasillo del último vagón, el maletín del señor de capote se encontraba tirado en el piso. Se había abierto y los papeles que contenía se habían desparramado. Un charco de sangre espesa se deslizaba desde uno de los compartimentos. Al tratar de cruzarlo, sus pies se mancharon con la ignominia de la muerte dejando, en cada pisada, un reguero de estampas rojas.

Salió por la escotilla del último vagón al aire puro y helado de la noche. La lluvia caía sobre su rostro como latiguitos en el lomo de un animal. Las vías del tren pasaban rápidas por debajo de ella. Debía saltar o morir a manos de un desquiciado. Y el momento en que lo decidió fue el justo. Detrás de sí se abría la puerta y aquél intentaba sujetarla, para vaya a saber qué, sin poder lograrlo.

El tren se detuvo en la estación más próxima. Era una parada habitual en su recorrido. Los pasajeros comenzaron a descender uno a uno. La pareja de novios, tomados de la mano, se sentó en un banco de la explanada. El señor de capote y maletín había podido ordenar sus papeles desparramados por la carrera alienada de la desgraciada muchacha. En su mente, la figura de la mujer yaciendo en los rieles era una constante. No había podido sujetarla lo suficiente y no debía culparse por eso. Los demás se habían desparramado por el lugar.

Antes de partir nuevamente, un agente de la policía había interrogado uno a uno a los pasajeros y les había comunicado que la chica, al caer del tren, había dado con la cabeza en una piedra y había muerto en el acto. Todos los testimonios versaban sobre el comportamiento extraño y perturbado, las frases incoherentes y divagantes de la muchacha. La hipótesis más fuerte de la causa era el suicidio.

martes, 26 de julio de 2011

El patio de Boris, Flor Meineri

En el patio de Boris las cosas babean y el sol de las tardes no es precisamente amarillo.
La escasa brisa que se golpea contra las ventanas parece tener algo en sí misma, algo que activa los olfatos de los infantes que salen de primer grado de la escuela barrial. Ellos podrían ir tras chupetines de mil colores o tras el idiota disfrazado de conejo que se para desde las cinco de la tarde en la esquina de la plaza, pero no, ellos prefieren aquel lugar.

Y
en el piso del patio, allá junto a la fuentecita con rostro de león yace una pequeña dama a la que nunca se le han visto los ojos.
Alguien puede escuchar que tararea una canción de cuna tan antigua como el patio.
“Auf einem Baum ein Kuckuck
Simsaladim, bamba
Saladu saladim
Auf einem baum ein Kuckuck saß…”

Y por las tardes los niños se acomodan alrededor de la mujer que nunca deja
ver su rostro para que ella les cante en esa lengua germánica. Después atraviesan un sueño tan hermoso que nada ni nadie es capaz de despertarlos hasta que el sueño acabe.
La mujer cantante del rincón echa un vistazo a los niños. Éstos están encadenados al sueño, ya no podrán despertarse de ninguna forma. Los contempla, los acaricia, los desea con sexual bravura.
La mujer rápidamente los embolsa y posteriormente los introduce por cada orificio que tenga en su menudo cuerpo. Pedazos de tripas y extremidades apareciendo de entre sus muslos, cabelleras platinadas amohosándose por sus oscuras fosas nasales.
Ella es tan gentil que no quiere que sus niños vuelvan a ver el mundo exterior y la cruel realidad. Entonces los guarda en sus adentros.
La sin-ojos eructa. Reina el silencio. La digestión dura hasta que Boris, el dueño del patio le enseñe a su monstruo la canción en alemán.
“Auf einem Baum ein Kuckuck…” y ahí va de nuevo.
Y Boris se sienta otra vez en su silla mecedora de frente a la hierba y a las flores y por supuesto a la mujer que ahora le muestra los incandescentes ojos que no tiene.
Pero esta tarde Boris ha despertado de su reconfortante siesta y ya no recuerda esa canción de cuna del coco. Es más, ya casi ni recuerda cómo se mudo allí en el 74 ni cuál fue su último empleo antes de retirarse. En pocas palabras, le han vaciado la memoria.
En este ultimo tiempo, los vecinos reportaron ruidos molestos provenientes del patio de Boris.
Cuando la policía llego al lugar se toparon con un panorama circense: un hombre de edad tirado sobre la hierba completamente desnudo. Tenía marcas en su cuerpo, rasguños, desgarros y laceraciones. Todavía respiraba. Pero lo que dejó atónitos a los oficiales fue comprobar que su cabeza estaba recubierta por un humor espeso que no llegaba a ser líquido.
Los peritos adujeron que la victima había sido utilizada como elemento para la masturbación.

Claro, Boris no era un niño. La mujer sin-ojos lo había devuelto al mundo exterior. Después de todo si lo dejaba dentro, ¿quién le enseñaría la tierna canción de cuna todos los días para repetirla en su repertorio?
Ella tenía que seguir atrayendo más de aquellos pequeños que tan deliciosos sabían. Boris ya había recibido su merecido.

lunes, 25 de julio de 2011

Las reglas del juego, Catalina Adriana Giménez

Se sienta en el bar con la cabeza apoyada en la pared mientras juega con la servilleta...unos números comienzan a borrarse, así que saca el celular y lo agenda...antes de que desaparezcan del todo, piensa. No le gusta la música que han puesto. Calamaro no debiera cantar tangos jamás. Pero deja de prestarle atención cuando el mozo coloca el café sobre la mesa...flaco, feo y depresivo por donde se lo mire..."Ni el tiro del final le va a salir".
Ni el tiro del final, que se va a quedar trabado en alguna horqueta de esas que le hace la vida cada vez que intenta doblar para no estrolarse contra la pared.
La vida se le ha vuelto asquerosamente aburrida, el desamor-amor-juego-sexo-otra vez desamor, lo ha vuelto cínico, ácido y hasta depravado.
El celular empieza a vibrar y lee el mensaje y sabe que se tendrá que tomar el café a los apurones ahora que la minita le ha llamado para que vaya a su casa a tomar un trago.

Mastica el chicle con desgano, busca un porro en el bolsillo de adentro de la campera, se excita pensando en lo que le va a hacer a la yegüita. El único modo de llegar a algo que le queda. Inventa unos versos en inglés para distraerse y sube al auto.

La mano se desliza por debajo de la camisa y siente el aliento de ella en su cuello, la lengua de ella juega, mientras la mano bajo ahora hasta su sexo.
La reacción es inmediata, bendito porro, y cuando está dispuesto a tomarla de la cabeza para que lo chupe, siente el pinchazo y entonces vomita sobre la alfombra y sobre el sillón y entonces le mira los ojos absolutamente verdes, absolutamente vacíos, absolutamente fríos...
Intenta tomarse de algo pero su cuerpo cae pesado a un pozo, se toma del borde del pozo, ella le sonríe.
Ella es amable, piensa, menos mal que está ella acá, que le acomoda unos almohadones debajo de la cabeza.
Se ha olvidado del pinchazo y entonces se putea, aunque no le sale una puta palabra, mala combinación alcohol y porro y sexo...o mala combinación, sólo mala combinación de ir a la casa de la minita que le dijo que era virgen y él hace por lo menos quince años que no tiene idea de lo que es una virgen y pensar en dejarla aullando le resultó todo un desafío ...y ahora piensa que con esas manos y esa lengua ésta es tan virgen como Madonna.
Ella ahora le toma la cara y lo besa tibio, y le seca la baba que le cae por el costado derecho.
Mientras que una mano, (¿la misma mano?) empieza a moverse como serpiente por su cuerpo.
Y la siente viscosa..
Y la piensa viscosa...
Ya no sabe si la siente o la piensa viscosa.
Sólo puede mover los ojos.
Sabe que tiene que cerrarlos porque así parece que se siente menos.
O se siente más...siente que eyacula...o sueña que eyacula.
Ve que la parte viscosa de ella se ríe, ve que la parte virgen de ella llora. Pero después las dos se juntan y ve que las dos bailan, la puta y la virgen bailan.
Y de pronto están entre sus piernas.
Pero no siente nada.
La mierda!, piensa, Estoy llorando...piensa...siente...quiere.
Puede ver la luz azul de la habitación. Puede ver el cabellos cobre de ella entre sus piernas por el espejo del costado-.
Algo le duele. Algo que siente-duele-piensa.

Los almohadones empiezan a moverse debajo de él, lo sacuden un poco hasta la puerta y los almohadones empiezan a asfixiarlo y la virgen y la puta lo levantan de nuevo y lo liberan de la asfixia, y las dos le sonríen.
El vestido corto de seda de las dos le roza el pecho. Siente-quiere- azul y cobre y negro-azul-cobre. Y quema.
Esta vez quema-duele-piensa-siente-quiere.
Un grito.
Un grito mudo duele-piensa-duerme.


- Otro mutilado más que llega al hospital- escucha mientras los almohadones se acomodan baja su espalda.
La luz blanca, muy blanca, le chorrea por la piernas.
Y en el minuto final se duerme. Y piensa-siente-se jura "Ésta es la última mina que me transo".

"Éste no le caga la vida a ninguna otra" piensa la virgen puta. "Sin ánimos de venganza, ¿eh?, sólo son la reglas del juego, que ahora sí está bien explícito".
Se sirve el malbec en la copa, sacude la melena cobre y busca en el celular el número de....

miércoles, 13 de julio de 2011

Le Grain, Madame Elephante


…Si acaso los relojes

tuvieran

conciencia de sí

mismos…


Aquí estoy consumiéndome, sumido en el interior de un gran reloj, mí vida es corta y a la vez eterna. Mí vida dura muchas de otras vidas. Soy uno, formo parte de un todo, un gran frasco con enormes y marcadas curvas.

Desde aquí he visto cosas inimaginables, incluso para mí, aunque ya las haya presenciado y me resulten ahora triviales.

Una de mis vidas, recuerdo, fue en la mesa de un gran soñador que terminó en el suicidio. Él siempre llegaba y se sentaba en su silla, sacaba unas hojas, hacía entrar a su habitación mujeres íntegramente desnudas, y pasaba noches de desvelo admirando su figura y copiándolas en sus hojas. Un día llegó sumamente descontrolado, lloraba sin consuelo alguno (si hubiese podido salir de allí…), el pobre hombre susurró un nombre, Margarita y hundió en puñal en su corazón.

De allí dormí por un tiempo (¡qué irónico!). En una casa de antigüedades hasta que un hombre me llevó a su casa. Hubiese deseado nunca ir con él, recuerdo que ambos parecían conformes con la compra, hasta que comenzó a hablarme. Era un escritor, un hombre de la vida sucia, borracho y fumaba en unas pipas que cuando las encendía, éstas me hacían olvidar mi función de grano de arena.

Este comenzaba a acercarse lentamente hacía el vidrio, luego lo examinaba y finalmente comenzaba:

Reloj que mides mí tiempo no dejaré que de horas te hagas.

Darás vueltas y vueltas

Te perderás en infinidades de cuentos y poemas

Quedarán atrapados tus granos eternamente

Sirviéndome de musas.

Luego prendía su pipa y su humo envolvía mi hogar. Finalmente me despertaba siendo algún personaje. Recuerdo bien uno que casi me exterminó.

El escritor me situó en algún futuro que inventó. Me llevó hacia él. Entonces recuerdo que levanté un diario y caminaba entre la gente que me chocaba, estaban todos desesperados. Empezaban a hablarme, a gritarme a tironearme y yo allí sin poder hacer nada. Sentía cómo mis oídos estaban por explotar, cómo mi cerebro gritaba auxilio. Luego me encadenó en una habitación donde todos vestían de blanco.

Al otro día estaba aterrorizado. No sabía a qué me sometería esta vez ese maldito. Entonces llegaba la noche y volvía a su tarea.

Ahora son hombres con libretas en las manos y no cesan de mirarme y hacer comentarios. Presiento que saldré corriendo y me abalanzaré contra uno de ellos. Su mano no para de escribir. Será imposible.

Tal cómo lo sospeché, me golpearon demasiado para hacer algo de memoria, pero no dio resultado.

Me ha hecho salir de allí, me ha subido a una torre y estoy con una mujer. Siento un extraño deseo de asesinarla. De sacarle esos hermosos ojos y guardarlos en un frasco de formol. Lo estoy haciendo, lo he hecho. ¡Lo he hecho!

Su pluma se ha detenido, sin embargo yo estoy sometido a un desconocido e inevitable destino. No obstante, pronto llegará el día de su muerte, porque tiene el poder de llevarme a su imaginación y pronto seré yo quién esté en su realidad y con mi mano empuñe un gran mazo, y sus ideas quedaran desparramadas por toda su habitación. Yo estaré tranquilo entonces.

lunes, 11 de julio de 2011

Onlytodieforme, Frank

La vida transcurría normalmente. Un día sin sobresaltos. Un día más, podría decirse; casi aburrido. La extrañaba. Así que levanté el teléfono y la llamé sin pensarlo.

Yo – Hola…
Ella – Hola, ¿qué pasa?
Yo – …
Ella – Fran, ¿qué pasa? ¿Estás bien?
Yo – Eh, sí, sí… No, no pasa nada… Yo sólo… Nada.
Ella – Decime, munito. Sabés que podés hablar conmigo.
Yo – Te extraño…
Ella – Je… Yo también, hace mucho que no hablamos, ¿no? ¿Querés que nos juntemos a tomar un café?
Yo – Dale. Al final nunca te traje a conocer el shopping de acá... ¿Querés venir así tomamos nuestro café y después vamos al cine?
Ella – ¡Dale! ¡Sí, sí quiero!
Él – ¡Sí! Una más, una más…
Yo – Bueno, ¿nos vemos ahí mañana?
Ella – ¡Síp! Besote, te quiero...
Yo – Yo también.

Había comenzado el viaje. Todavía no sabía cómo iba a matarla, pero ya había sellado su destino. La iba a mandar allá donde la Eternidad, la Inmortalidad y el Amor se juntan a jugar a las cartas y tomar café. Ésos eran mis objetivos: inmortalizarla y llenarla de amor eternamente. Quería que fuese especial, que fuese único, que nada pudiera superarlo. Con eso en mente, me puse a consultar literatura pertinente: busqué miles de casos de homicidios en internet y ninguno me convencía. Así que puse mi cabeza en funcionamiento. Al cabo de un rato, encontré lo que buscaba en los rincones más recónditos de mi mente. Al otro día, me adelanté a Ella y la fui a buscar. “¡Oh, qué sorpresa! Pensé que nos íbamos a encontrar allá”, me dijo con su carita de ángel. “Sí, pero se me ocurrió algo mejor”, le contesté. Y salimos para casa. Durante el trayecto hablamos de todo, en realidad Ella hablaba y yo escuchaba. Para ser sincero Ella hablaba y yo repasaba todo lo que había planeado. Llegamos a casa y yo no dejaba de pensar. Sexo. El sexo era la clave de todo. Tenía que encamarla para poder lograr mi objetivo ulterior: que fuese único, inolvidable... inmortal.
Entramos a la casa y subimos a mi habitación. Empecé a decirle algo que ahora no recuerdo, algo sin importancia, para distraerla. Cuando vi que estaba dispersa, la tomé de los hombros y la besé. La besé larga y apasionadamente. Quería olvidarme de todo y entregarme a su cálido beso, pero no podía dejar las cosas así. Tenía que obedecerme y eternizarla. Mientras la besaba, la tumbé en la cama y empecé a quitarle la ropa. Ella no opuso resistencia. Cuando la tenía totalmente excitada y a mi disposición, agarré la soga que había preparado y le até las muñecas. “Nos vamos a divertir un rato”, le dije, con una sonrisa de lascivia en la cara. “¡Sí, dale, sí quiero!”, aulló, totalmente excitada. Agarré la otra punta de la cuerda y la pasé por la viga del techo. Tiré de ella lentamente hasta izarla y dejarla apoyando apenas las puntas de los pies en la cama. Al verla así, Alfred se convirtió en un animal.

Él – ¡Dale, dale, la cojamos así como está!
Yo – No.
Él – ¿¡Por qué!? Qué tiene de malo, si hasta Ella lo quiere!
Yo – No. No es para eso para lo que la trajimos acá.
Él – ¡Bah! ¡Vos y tus objetivos estéticos y espirituales de mierda!
Yo – Volvés a decir eso y el próximo sos vos. No le vamos a hacer nada más de lo que planeé, ¿ok? Ahora sentate ahí y callate.
Él - …

Agarré el cuchillo y la miré. Me miró un poco asustada. Le sonreí y le dije que todo iba a salir bien, que iba llevarla a un lugar mágico donde iba a ser inmortal y eterna como los ángeles. Fue ahí cuando se dio cuenta de lo que le esperaba y empezó a llorar. Le expliqué que no debía sentirse engañada ya que lo que yo más quería era amarla por siempre, por eso fue que antes de matarla tuve que encamarla y excitarla: para que pudiera llevarse mi amor con ella. Pedía por favor que no le hiciera nada, pero la Eternidad y la Inmortalidad la esperaban. Me paré en la cama frente a Ella, me acerqué y al tiempo que le daba el último beso le hundí el cuchillo en el vientre. Sus ojitos se hicieron enormes. Por un instante casi pude ver adentro suyo a través de sus ventanas. Contrarrestando el caer de sus párpados mi cuchillo subió por su vientre abriéndola casi por completo. Debía apresurarme, debía terminar antes de que su corazoncito se detuviera para siempre. Tenía que hacerla un ángel antes de que se me acabara el tiempo. Así que metí mis manos en sus entrañas y de un tirón descomunal abrí sus costillas hacia fuera. El crujido fue una canción celestial para mis oídos. Con su propia sangre le escribí un “Te amo” en la frente para asegurarme de que tuviera mi amor en la Eternidad. Me bajé de la cama y contemplé mi obra de arte: ahí estaba, a punto de volar hacia la Inmortalidad, mi ángel con alas de sangre.

miércoles, 6 de julio de 2011

Inauguración, Tomás Idao Gesel

El techo de la iglesia es de pino. El olor a barniz sofoca a los fieles. Cuesta imaginar que la cúpula soportará los vientos. El lugar carece de pinturas y de símbolos, exceptuando una cruz diminuta. En el altar un cura le quita el envoltorio de nylon a la Biblia. Todo sigue el mismo estilo, la Biblia es pequeña, de tapas negras, con una crucecita dorada en el ángulo superior derecho y otra en el lomo. El cura que se prepara para la misa inaugural es un suplente, el encargado de la misa inaugural está enfermo, dicen. El suplente no pasa los cuarenta años, es de tez lechosa y pelo negro lacio: toda su fisonomía corresponde a la de un cura medio. Está vestido con una túnica blanca, sin detalles. Le transpiran las manos y el rostro, igual que a todos en la iglesia. El cuchicheo acerca de la falta de ventilación es constante. El color negro predomina en las vestimentas del público. El cura alza la mano haciendo una señal de la cruz, el publico enmudece de golpe, el coro (formado por tres niños de menos de diez años) canturrea: ¡Alabado el señor!, estirando la o de señor por unos tres segundos.

El cabello de la joven es rubio, las manos que lo peinan son grandes, pálidas, lejanas a todo esfuerzo. El sucucho no sobrepasa los cuatro metros cuadrados. El calor es demencial, las velas arden alrededor del espejo, no hay ventanas. Una de las paredes, opuesta al espejo, es un telón de terciopelo. La joven está sentada en una silla de madera frente al espejo.

¡Alabado sea el señor!. El cura silencia al coro con una señal y con otra le indica a uno del los tres niños que toque la flauta. El niño saca una flauta dulce y toca la melodía, que acaso sea una sola nota aguda, o dos. El cura recita dos o tres minutos en inexacto latín, frenando y corrigiendo las palabras, pidiendo disculpas. El niño guarda la flauta, los tres gritan: ¡Alabado el señor! El cura hace un impasse con los dedos entrelazados y la mirada al piso, después comienza: Estamos aquí reunidos en santa misa...

La joven trata inútilmente de moverse, las cuerdas le queman las manos y los tobillos. Alza la cabeza. En el espejo ve su cara transpirada, iluminada por las velas, y una mano blanca pasándole un peine con suavidad, sus ojos encandilados no pueden enfocar.

...porque así como Dios creo la luz y la oscuridad, la tierra y los mares, los vegetales y los animales...

Las manos blancas acarician el cuello transpirado, la joven las ve como dos objetos independientes. Las manos blancas le toman de forma pudorosa los senos.

.....el hombre y después la mujer.....

Las manos blancas desatan con precaución las cuerdas, el cuerpo pesado la inmoviliza.

¡Alabado el señor! Así nosotros en nombre de dios, y siguiendo con el mandato de Jesús el Cristo, inauguramos este templo, para honrar a Dios...

La joven inútilmente se resiste, las manos le quitan fácilmente la ropa.

...siguiendo las costumbres de la santa misa. El cura hace una señal a los tres chicos, que empiezan a cantar el aleluya. Los fieles se levantan y cantan, con fanatismo, pese al calor.

A pocos centímetros del espejo, sólo logra enfocar sus propios ojos llorosos.

¡a-le luya-a mi seño-o-or!

Siente un objeto frio, áspero: son dos dedos enfurecidos. Después, el sujeto la toma del cabello y la estampa contra el espejo. La joven mira una última vez el espejo, chorreado de sangre, y en uno de los pedazos ve la mano blanca, saliendo de una manga ancha. El sujeto la estrangula, y después la apuñala con una tijera.

¡Aleluya, aleluya! ¡Aleluya, aleluya! ¡a-le luya-a mi seño-o-or! El cura suplente canturrea, y estira la mano para poder ver el reloj de pulsera. El público se sienta silencioso, satisfecho. Se persigna siete veces. Hace un gesto imperceptible con la zurda. El terciopelo detrás del altar se abre en dos por medio de unas cuerditas doradas. El cura principal sale con la joven en brazos chorreando sangre, y la deposita sobre la Biblia. El suplente mira el reloj: once en punto. Lo felicita. ¡Amén!. El público se pone de pie con los ojos llorosos. Los aplausos se extienden por más de diez minutos.

viernes, 1 de julio de 2011

CONSIGNA JULIO 2011

  Estimados partisanos,
 
                                     La consigna para sobrevivir en el Reducto 23 durante el mes de julio consiste en escribir un relato que incluya los siguientes tópicos: "sexo" "terror" y "violencia"
   Los mismos deben estar relacionados entre sí y con el tema del relato de manera tal que conformen un tejido narrativo conciso y a la vez orgánico.
   El tema es "el momento antes del minuto final"
   La extensión es entre 500 y 900 palabras.
   La consigna está para ser respetada, pero también para ser superada. Esto significa que pueden romper los límites dentro de lo razonable siempre y cuando sea en función de la originalidad del resultado.
   Una vez terminado y debidamente revisado, enviar el texto y una foto del autor a cezarynovek@gmail.com
   Esperamos sus reportes.
   Sorpréndannos.
   Atentamente,
La Administración del Consejo
   

PD: Mientras elaboran su relato, pueden votar los textos del mes anterior haciendo click en la encuesta situada en la columna derecha. Debajo, está la foto de cada autor. Haciendo click, podrán acceder al respectivo texto.

RELATO GANADOR DEL MES DE MAYO

   El relato elegido como ganador gracias a los votos recibidos en la encuesta pública es Texto para un tatuaje, de Alexis Dovganj.
 
   Cada mes se publica una consigna diferente y al finalizar, se selecciona un relato de todos los que hemos recibido. Al completar el ciclo anual, habrá premio sorpresa para los relatos ganadores.