domingo, 31 de julio de 2011

Desquicio, Vanesa Julia

Mirando por la ventana del camarote se imaginaba la lluvia caer. Afuera, la oscuridad parecía haber devorado el mundo entero. El traqueteo de las ruedas sobre los rieles se confundía con el ruido metálico de las gotas de agua al chocar contra el armatoste de hierro. Cuando el cielo se iluminaba surcado por una serpiente de luz, su rostro aparecía reflejado en el vidrio como el de un espectro: difuso, pálido, etéreo.

Esa madrugada de aguacero y angustia, no muchos pasajeros habían decidido viajar en tren: una pareja de novios, un hombre de capote y maletín, una señora con un bebé en brazos, un matrimonio con sus dos chiquillos revoltosos, una mujer más de pelos enmarañados y ella: solitaria, ojerosa, desgreñada.

En la primera hora de viaje, había intentado leer algo, pero las palabras de las páginas del libro que tenía sobre su regazo se escurrían de su mente como la arena lo hace entre los dedos. Al final, había desistido, había apagado la luz y había intentado conciliar el sueño. Sin embargo, tampoco lo había logrado y se había conformado con mirar la oscuridad.

Luego de un momento, comenzó a escuchar un golpeteo proveniente del camarote contiguo. Agudizó el oído y percibió que no era un movimiento violento y espasmódico sino más bien rítmico y pausado. Recordó que ese compartimento había sido ocupado por la pareja de novios y cuando, a través de la metálica pared, comenzaron a llegarle casi inaudibles gemidos de placer que luego se transformaron en gritos jadeantes, entendió lo que sucedía.

En un primer momento, tuvo un acceso de irritabilidad: degenerados, desubicados, depravados. Pero luego, admitiéndose puritana y frígida, pensó que, aunque sea, alguien había encontrado la mejor forma a su alcance para pasar una noche de viaje lluviosa en un tren casi desolado.

Con todos esos pensamientos estaba, cuando un grito -ya no de placer, sino de horror- la sacó de su ensimismamiento. Objetos que cayeron al piso. Súplicas. Sollozos. Silencio.

La tensión crispó el ambiente. Su respiración se aceleró. Sus sentidos se estremecieron ¿Qué había sucedido en el camarote contiguo? ¿Qué era lo mejor que podía hacer: aguardar o ir a ver lo que había sucedido? Del otro lado no llegaba ninguna señal de existencia humana posible. Hasta que pudo cerciorarse de que alguien se había parado frente a su puerta. Podía ver su sombra colándose por la rendija.

Su cuerpo empezó a temblar y no pudo evitar que sus dientes chirriasen, que sus ojos se humedecieran y lloraran. El tiempo pareció suspendido. Su vista se clavó en el rectángulo negro. Detrás de él algo la acechaba y la presentía: la veía sin ver, la olía sin oler, la palpaba sin palpar.

Sin embargo, luego de unos segundos, la rendija de la puerta dejó pasar la luz brillante y blanquecina en toda su extensión. Aquel que con anterioridad se detuviera frente a su camarote, ahora dirigía sus pasos al vagón contiguo.

Dejó pasar unos minutos, tal vez fueron horas, para salir al pasillo. Miró a un lado y al otro. No pudo distinguir a nadie. Su corazón galopaba dentro de su pecho. Pudo observar que la puerta del camarote siguiente al suyo se encontraba entreabierta. El picaporte estaba cubierto con huellas de sangre. No tuvo el valor de entrar.

Dirigió sus pasos desasosegados a los vagones traseros. Su mente se encontraba entumecida. En el pasillo del último vagón, el maletín del señor de capote se encontraba tirado en el piso. Se había abierto y los papeles que contenía se habían desparramado. Un charco de sangre espesa se deslizaba desde uno de los compartimentos. Al tratar de cruzarlo, sus pies se mancharon con la ignominia de la muerte dejando, en cada pisada, un reguero de estampas rojas.

Salió por la escotilla del último vagón al aire puro y helado de la noche. La lluvia caía sobre su rostro como latiguitos en el lomo de un animal. Las vías del tren pasaban rápidas por debajo de ella. Debía saltar o morir a manos de un desquiciado. Y el momento en que lo decidió fue el justo. Detrás de sí se abría la puerta y aquél intentaba sujetarla, para vaya a saber qué, sin poder lograrlo.

El tren se detuvo en la estación más próxima. Era una parada habitual en su recorrido. Los pasajeros comenzaron a descender uno a uno. La pareja de novios, tomados de la mano, se sentó en un banco de la explanada. El señor de capote y maletín había podido ordenar sus papeles desparramados por la carrera alienada de la desgraciada muchacha. En su mente, la figura de la mujer yaciendo en los rieles era una constante. No había podido sujetarla lo suficiente y no debía culparse por eso. Los demás se habían desparramado por el lugar.

Antes de partir nuevamente, un agente de la policía había interrogado uno a uno a los pasajeros y les había comunicado que la chica, al caer del tren, había dado con la cabeza en una piedra y había muerto en el acto. Todos los testimonios versaban sobre el comportamiento extraño y perturbado, las frases incoherentes y divagantes de la muchacha. La hipótesis más fuerte de la causa era el suicidio.

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